Algunos modos del malestar psíquico van mutando con las transformaciones históricas, y esto impone al psicoanálisis reformular algunas preguntas cuyas respuestas están canonizadas. Pero sucede que, en general, lo “nuevo” suele ser presentado bajo la exigencia de una renovación total, de una sustitución sin restos de lo “viejo”. Y tal vez sea por este motivo, o acaso por la inercia dogmática de buena parte del psicoanálisis, que el debate sobre ciertas mutaciones de la clínica se halla empantanado entre quienes se empecinan en afirmar la universalidad de todos los conceptos psicoanalíticos, evitando conceder algún sesgo de época a la práctica, y quienes, deslumbrados con la novedad, reniegan de aquellos trazos de nuestra práctica y nuestra teoría que se muestran rebeldes a la historicidad. Todo parece indicar, pues, que necesitamos pensar un modelo teórico capaz de alojar tanto aquello que cambia como aquello que persiste y, al mismo tiempo, que pueda situar la trabazón inextricable de la estructuración del psiquismo y la subjetividad de época.